domingo, 2 de agosto de 2020

Escribir un gato

I. El Pájaro.

En el pueblo todo el mundo va ya en coche: Con el coche a por el pan, con el coche acá la Merce, con el coche a buscar el coche. Todos en coche para todo. Todos, menos nosotros. Nosotros mantenemos el viejo carro de mi abuelo, el que chirría solo con ver el suelo, el tirado por el Pollino.
El Pollino es un burro que compró mi padre al Bartolino, hará tres años, pero como lo compró siendo ya adulto, no sabemos qué edad tiene, así que, por si acaso, yo todos los días le canto el cumpleaños feliz y le acaricio un poco el hocico.
A mí me da mucha pena el Pollino, pero es que a mí me dan mucha pena todos los animales que tienen que trabajar a la fuerza para nosotros, me da mucha pena el egoísmo humano. A mí me parece que eso es esclavizar y esclavizar me parece mal, así que suelo ir andando a todas partes y llegar hasta donde mis pies me dejan. Y solo cojo un autobús cuando tengo que ir al colegio.
Sin embargo, no sé por qué, ese día fui con Rique y con mi madre en el Pollino: Rique sobre el Pollino, y mi madre y yo en el carro.
Mi hermano en realidad no se llamaba Rique, sino Enrique, pero como mi padre hablaba raro, así como vocalizando para dentro, todo el mundo le entendía «Rique, Rique», y así se quedó. Por eso Rique decía que se alegraba de no haberse llamado Mariano o Angulo.
A mí me llamaban el Pájaro porque decían que tenía la cabeza como llena de avecillas recién paridas, de las que se caen del nido y parecen desnudadas de piel y de todo, como si le dieran al sol solo el músculo, como criaturillas pequeñas con forma de insectos inyectados en sangre. Y a mí me parecía una imagen espeluznante y por eso me habría gustado llamarme de cualquier otra manera, como Mariano o Angulo, porque cuando me llamaban el Pájaro me sentía con el revés en carne viva y me ardían hasta los brazos y los ojos y las rodillas. Y me daba asco ese apodo y la mala suerte que tenía, porque, de haber tenido buena suerte, a mi padre se le habría entendido «Jaro, Jaro», y con Jaro me habría quedado y, sin embargo, esa suerte se la llevó toda Rique, que nació once meses antes que yo y no me dejó nada.

En fin, yo iba sobre el carro leyendo unos papeles con mis poemas. No eran malos poemas, pero tampoco era buenos. En realidad no eran ni una mijilla de buenos. Ahora que cuento esto, la verdad es que cuanto más los miraba, menos buenos se hacían, y al final solo me gustaron los espacios en blanco. Entonces sentí que debía dejarlos libres y, uno a uno, los eché volar. Y aunque los había visto nacer y todo eso y aunque me daba mucha pena, ya tenían sus patitas y sus alas y yo no tenía que darles el biberón más ni ponerme papillas en el pico, así que ya no iban a ser felices junto a mí y yo no era feliz porque no eran como para quedarse conmigo. Tenían que volver a su hábitat, a desarrollar su naturaleza lejos del ser humano.


II. Por donde habitan las mariquitas.

Mi madre y el Pájaro iban detrás e iban discutiendo, como siempre, porque a mi madre le gusta mucho gritar y está siempre deseosa de encontrar cualquier tema para discutir. Y si piensas que no existe una sola razón para que te regañe, es solo porque a ti no se te ha ocurrido. Pero a ella sí, así que siempre hay un motivo y siempre grita: y te grita a ti o a quien sea, porque yo creo que le da un poco igual, de hecho creo que mi madre nació malhumorada un día y ya no supo estar de otra manera. Al menos así lo recuerdo de estos últimos trece años, que son los que tengo. Aunque, para ser sinceros, de mis trece solo recuerdo ocho. Los cinco primeros me los sé porque mi abuelo habla de todo lo que no preguntas, y yo nunca pregunto por esos cinco años.

Y mi madre gritaba al Pájaro porque este iba tirando cosas, y el Pájaro venga a decirle no sé qué de que tenían que ser libres, como si fueran animalillos, y a tirar y tirar papeluchos. Al Pájaro le llamaban el Pájaro por majaderías como esa, pero yo no me metía. Mientras ellos se decían y gritaban, yo disfrutaba de los hierbajos altos y secos y verdosos, los hierbajos que parecían espigas y no lo eran. Observaba los escarabajos que casi pisaba el Polluelo y las nubes de mosquitos y las nubes en el cielo. Y pensaba que entre toda esa hierba salvaje debía de haber millones de mariquitas descansando bajo las hojas y los pétalos. Si hubiera ido solo, si mi madre no me gritara por lento y mi hermano no me regañara por coger bichos, me habría bajado del Pollino y las habría cogido todas. Y si hubiera ido con el Pompas habríamos contando las manchitas de las mariquitas, a ver quién contaba más, y yo me habría reído de él porque le ganaría y tendría que quedarse mirando mientras yo pescaba, porque como solo teníamos una caña, cada día la usaba solo el que ganara el reto. Y siempre nos inventábamos un reto nuevo, a veces tan fáciles como ver quién encuentra más espárragos por el sendero de la vía, y otros más complicados. Una vez el reto fue subirnos al muro que separa la casa de la Paqui del camino de la higuera, que es alto muy alto y viejo como un bosque y se cae a cachos. Teníamos que recorrerlo a la pata coja, ida y vuelta, y quien lo hiciera en menos tiempo pescaba ese día y el otro se quedaba metiendo el dedo en las lombrices, por pie pezuña. Pero como la Paqui nos pilló, avisó a nuestras madres, y como mi madre siempre quería gritar y gritar vino muy dispuesta y nos puso el culo como manzanas maduras, y ese día no nos tocó la caña a ninguno.

Pero con el Pájaro no se podían perseguir palomos ni coger ranas, y además mi madre habría gritado mucho y se nos habrían escapado hasta las piedras. Y así iba yo, pensando en mariquitas y la caña y el Pompas, aburrido, con la frente arrugada de mirar al frente que nos traía el sol, por donde teníamos que ver el pueblo, y en el pueblo la casa de la Mari.


III. Callejero y doméstico.

Llegamos a casa de la Mari y mi madre se bajó con la docena de huevos blancos y la docena de morenos. Los huevos los había rebuscado yo esa mañana y había dado las gracias a las gallinas mientras mi madre me había gritado que no me entretuviese. Mi madre trocaba huevos por productos de la huerta con la Mari, aunque la Mari no tenía ni tierras, ni huertillo, ni siquiera unas macetas o un jarrón. Pero como ella, su marido, dos de sus hijas y los novios de sus hijas trabajaban en La fábrica y siempre se traían cajas y cajas de tomates y patatas y lechugas y melocotones y otras cosas, siempre les sobraban y siempre se les iban a estropear y siempre nos daban un montón.

Lo llamaban La fábrica o La fábrica de tomate porque al principio solo se dedicaban a fabricar latas de tomate, pero como luego les empezó a ir mejor, abrieron más fábricas e invirtieron en más productos, y ahora puedes ir a trabajar a La fábrica de tomate y pasarte la jornada recogiendo melones o seleccionando picotas. La mayoría aquí trabaja o ha trabajado en La fábrica, porque aquí es difícil encontrar otro trabajo que no sea el del campo.

Por esto, cuando llegaba el verano, nos pasábamos la mitad de las vacaciones poniendo en conserva los productos de la Mari. Y venga a pelar tomate y venga botes al baño María, y venga botes y botes de melocotón en almíbar, y a pelar judías y desgranar guisantes y pelar patatas. A mí me habría gustado que fuera al revés, que fuera la Mari quien nos diera los huevos y nosotros todas las frutas y hortalizas y verduras, y allá ella el tiempo que invirtiera en pelar y lavar y poner al baño María: Yo llegaría a casa y guardaría los huevos y tendría el resto del verano para mí.

Y allí estaba mi madre gritando Mariiiii, y la Mari no respondía. Y otra vez Mariiiiiiiiiiiii, y la Mari que no respondía. Y así hasta que mi madre reguñó algo y maldijo más entre dientes y entró como si la casa fuera suya, porque en mi pueblo y los de alrededor las puertas se dejan abiertas o enganchadas con una cadenilla fina y todo el mundo se fía de todo el mundo, y nadie nunca ha robado nada.
Rique y yo nos quedamos al lado de la puerta, sudorosos y con las mejillas como guindillas, hasta que Rique se aburrió y entramos dentro. La Mari se había quedado medio sorda de chica, porque se cayó de una escalera y se rompió un tímpano y no se acordaba de que le quedaba otro, por eso se llevaba muy bien con mi madre y ni le molestaba el vocerío ni nada. Mi madre y la Mari hablaban de nosotros y el martirio que suponía cuidarnos, mi madre le contaba las trastadas de Rique y las cosas tan raras que tenía el Chico. Para mi madre el Chico era yo porque yo era el pequeño, y yo tenía envidia de mi hermano, porque se había quedado con el nombre que le entendían a mi padre y yo no me quedaba con el que me decía mi madre, y la gente no me conocía como el Chico sino como el Pájaro, y no me lo decían en el sentido de pájaro-pájaro, de los pájaros que vuelan y se lavan las alas con la tierra, ni siquiera con el sentido en que la gente entiende la expresión «ese es un pájaro», sino como al feto que se cae del vientre de la terraza y hace pop contra el suelo, y estaba seguro de que nadie me llamaba el Chico porque mi madre era tan malhumorada y gritona que nadie quería usar sus palabras. 

Y cuando mi madre le hablaba de mí a la Mari, la Mari no hacía más que negar y negar y se le movían las canas de derecha a izquierda. «Más vale que le quites las tonterías y le hagas un hombre de provecho», decía la Mari. Y es que ni mi madre, ni la Mari, ni mi padre, ni mi hermano, ni nadie en mi pueblo, ni siquiera los de alrededor del pueblo, entendían que yo escribiera poemas, y mucho menos que los liberara y los tratara como si tuvieran vida y picos y plumas. Pero yo sabía que había hecho bien en liberarlos, porque aún no había escrito un poema tan domesticable que pudiera quedarse conmigo en casa, y además yo nunca querría tener un poema domesticado, porque yo quería hacer poemas que pudieran vivir dentro y fuera de mí y de mi casa: Yo quería hacer un gato.


IV. Dar caza.

Si esperábamos veinte minutos, el Pompas volvería de la academia de verano. Si mi madre me dejaba esperar al Pompas, yo me quedaría y ella y el Pájaro se volverían a casa con el Pollino y las espinacas, y las lechugas, y los cebollinos y las sandías. Y la Mari me invitaría a comer macarrones y el Pompas y yo bajaríamos al río y nos inventaríamos un reto, y yo me pasaría la tarde pescando y le llevaría bla-blas a la Mari y le diría: «Por los macarrones». 

Los bla-blas es como llaman aquí a los black-bass, y como el Pompas y yo no los sabemos distinguir, llamamos bla-blas a todo lo que no son perca soles, y nos ponemos muy contentos cuando pescamos uno porque desde que introdujeron los perca soles en las aguas, lo invadieron todo y ya casi no quedan bla-blas.

Pero mi madre no me dejó esperar al Pompas solo y tuve que quedarme con el Pájaro, que siempre nos venía con moralinas cuando el Pompas y yo más nos estábamos divirtiendo. Así que pensé que lo mejor sería aparcarle bajo un árbol y que se entretuviera con sus bolis y sus cosas mientras nosotros íbamos acá el Manolo a tirarle piedras a los gorrinos, hasta que apareciera el Manolo y tuviéramos que salir corriendo, riendo y saltando como locos. Y el Pompas diría «¡El último en llegar al río pierde!», y el Pompas perdería, y yo le llevaría bla-blas a la Mari para que cenaran esa noche.

El Pompas llegó diciendo que la perrilla del Cañí, la Tana, había parido y el Pájaro se puso muy contento y dijo que quería verlo, así que allá nos fuimos, nos fuimos aunque empezaba a caer una lluvia gorda de verano, con toda su fuerza y su malaje y su olor a tierra mojada. Cuando llegamos, los cachorrillos estaban mamando de la Tana y ninguno de ellos se tomó a mal que nos plantáramos allí con los zapatos llenos de barro y barro hasta las rodillas y los muslos, ni siquiera a la Tana le molestó que nos chorrearan los pantalones y la camisa, e incluso nos levantó el morro para que se lo acariciáramos. Sin embargo, al Cañí no le hizo tanta gracia que fuéramos y empezó a decir que seguro que estábamos pensando alguna maldad que hacerle a los cachorros, y que no se fiaba de nosotros. Y cuando decía que no se fiaba de nosotros se refería al Pompas y a mí, porque el Pájaro solo se pondría a peinar la barriga de los cachorros y a poner una sonrisa bobalicona mientras les decía que eran unas cosas muy bonitas, y muy pequeñas y que ya les amaba. Pero el Pájaro nunca pensaría desde qué altura puede caer un perrillo sin que se espachurre, o cuánto tardaría uno de ellos en encontrar a la Tana si lo separábamos unos cuantos metros, o si la Tana nos mordería en cuanto intentáramos llevarnos uno, o si podríamos cogerlo aunque la Tana gruñese si uno de nosotros la sujetaba mientras por el rabo. 

El Cañí nos sugirió que fuéramos a por caracoles ahora que había dejado de llover, para que pudiéramos dejar descansar a la Tana, y como prácticamente nos echó y nos quedamos sin nada que hacer, nos fuimos en busca de los caracoles y dejamos al Pájaro husmeando no sé qué por entre los matorrales.
Yo reté al Pompas a ver quién era capaz de coger más caracoles y nos picamos mucho, porque además muchas veces oíamos crac-crac bajo nuestros pies y nos quedábamos sin tres o cuatro caracoles de una sola pisada. Cuando esto nos pasaba siempre estirábamos el cuello por si veíamos aparecer al Pájaro, porque de seguro que se ponía a hacer un entierro a la baba aplastada, y a las conchas de los caracoles, añico por añico, y de seguro-seguro nos cortaría el rollo. Pero el Pájaro estaba lejos y bien entretenido y yo estaba ganando al Pompas y le llevaba diez caracoles de ventaja.
Y fue entonces cuando le vimos, al Pájaro, que venía con las rodillas y las mejillas y los brazos ensangrentados y una sonrisilla de recién enamorado, de mentecato. Iba acariciando un animalillo mojado y de pelo negro. Y el Pájaro nos miró y giró un poco el pecho para que pudiéramos verlo, y el animalillo estaba allí, muy quietecito, las garras retráctiles al tacto del Pájaro, las garras que podían volver a descuajaringarle la cara o amasarle la barriga. Y ese día supimos que el Pájaro nos había ganado: había cazado un gato.


No hay comentarios:

Publicar un comentario