domingo, 21 de mayo de 2017

Sobre la cansina pero incansable guerra de la poética actual


Sí, es evidente que la poesía ha sufrido un cambio considerable desde aquellos maravillosos poetas confesionales que emergieron en Estados Unidos en el siglo XX, muy alejados de la inteligentísima expresión de Sylvia Plath o incluso de la descarnada poesía de Alejandra Pizarnik, así como se ha alejado de la poesía acmeísta de las soviéticas Anna Ajmátova o Marina Tsevetáieva, o se ha alejado de la poesía de la experiencia de Ángel González o de José Agustín Goytisolo.
Sin embargo, ¿acaso no es posible que pudiéramos decir de este cambio lo que ya expuso William Shakespeare en labios de su Julieta, tan enamorada como familiarmente enemiga de su enamorado por un simple apellido que, al fin y al cabo, no era más que una palabra?

         «JULIETA: No eres tú mi enemigo. Es el nombre de                                 Montesco, que llevas. ¿Y qué quiere decir Montesco? 
        No es pie, ni mano, ni brazo, ni semblante, ni pedazo 
        alguno de la naturaleza humana. ¿Por qué no tomas 
        otro nombre? La rosa no dejaría de ser rosa, y de  
        esparcir su aroma, aunque se llamase de otro modo».

Con ello quiero decir que la poesía confesional, la poesía de la experiencia, al igual que la pastoril, la vanguardista, la acmeísta, o cualquiera que sea, no son poesía, sino meras clasificaciones. La poesía no es una taxonomía, por lo que ¿qué de cierto hay en esa crítica despiadada a los números uno en ventas de la poesía actual que dice que su poesía no es poesía, si ni siquiera la poesía es poesía? ¿Qué problema —real— hay con que se publiquen y vendan esos libros? Dejando a un lado el sufrimiento de los árboles, que crecen cada vez más tímidos y desesperanzados, y el hiperbólico dramatismo de sus Inquisidores: ninguno.
Y si reflexionamos brevemente y nos unimos a Shakespeare ¿qué sería mejor para la rosa? Si arrancásemos la rosa —es decir, quitásemos esa poesía a sus lectores porque en lo personal nos disgusta (y hasta puede llegar a ofender)—, ¿no moriría la rosa? Sí, muere, y muere sin piedad, no como el Ave Fénix que espera renacer, sino como el paso de «el solo hacia El Solo», recordemos aquí una reflexión de José Bergamín en su obra Claro y Difícil respecto a ello: «Porque no se ha de burlar el hombre con su soledad. Y es en el trance de la muerte donde ya no es posible esa burla, porque es en el trance de la muerte donde el hombre se queda solo, enteramente solo de verdad. (…) Solo con El Solo, que dijo, en el ápice de la experiencia mística espiritual, Plotino (…)». No ya vista esta muerte como algo profundamente religioso, sino desde el espíritu poético, esta muerte resultaría terrible, pues si se ejecutase el espíritu poético (el entusiasmo, el disfrute, la investigación…) no quedaría más poética sobre el mundo que la que nos deja, visualmente, la Naturaleza (una cascada, la caída otoñal de las hojas, la frontera espumosa que cae desde tus ojos en la orilla hacia el límite horizontal del mar… ¿y no es ya simplemente poesía que digamos que el viento «se levanta» o que el agua «corre»?), y sin embargo, si esta muerte sucediera ya no habría más poesía en las letras, la letra marcharía de «el solo hacia el Solo», una letra no sería más que un túmulo en la memoria creativa de lo que existió o alguna vez pudo existir. Quizás entonces, en esta ansia por cortar cabezas y condenarlo todo, se convierta cualquier poemario en aquel angustioso personaje dejado por Edgar Allan Poe en El pozo y el péndulo
«Sentía náuseas, náuseas de muerte después de tan larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, comprendí que mis sentidos me abandonaban. La sentencia, la atroz sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que registraron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado, que trajo a mi mente la idea de revolución (…), una espantosa náusea invadió mi espíritu y sentí que todas mis fibras se estremecían como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en hueros espectros de cabezas llameantes, y comprendí que ninguna ayuda me vendría de ellos (…). En aquel momento había una demanda inmediata de víctimas».
Pero recordemos que incluso en este cuento encontramos unas ratas que ayudan y una mano que salva.
Entonces, por el otro extremo de la rosa, ¿qué sucedería si en lugar de mutilarla, abonáramos la rosaleda? No sería extraño observar cómo algunas se marchitarían o sufrirían plagas de molestas pulguillas que las devorarían antes de que el capullo pudiera desenmascarar la belleza de sus pétalos, pero ¿no sería también cierto que seríamos capaces de presenciar ese aluvión aromático de coloridos diversos, esa floración que tan irreal puede parecernos a la vista? ¿Podríamos experimentar un síndrome de Stendhal con una rosa si observáramos cómo emerge en libertad —y con cuidado— dicha rosa? Yo apuesto a que sí. Y apuesto por ello porque es, francamente, una completa falsedad decir que no existe en la actualidad una poesía con garra y diente, y es tan claro como el hecho de que quien dice: «No leo poesía porque no entiendo la poesía» debe todo el error al error primero: No leer poesía, pues si nos quedamos solo con la normalmente —pero no globalmente— poesía enseñada en los institutos, no es de extrañar que detestemos eternamente cualquier acercamiento a esta. Pero así como hubo otra poesía buena que seguramente descubriríamos más tarde —y mucho más posiblemente, por nuestra cuenta— existe ahora una poesía embriagadora, ¿cómo olvidar la nada lejana Wislawa Szymborska (1923-2012)? ¿Cómo olvidar aquellos versos de Silvia Nieva cuando dice: «¿Qué hacer cuando saltas / y el agua no lo entiende?» en La fábrica de hielo, ¿cómo olvidar la filoso-cómico-trágica poesía de Miguel Martínez López en Mis pies de mono o su reciente Viajes a una fresa? o aquellos Pliegues del día que nos regalaba Álvaro Guijarro en su TránsitO:

          «cada reloj, cada opción, cada nuevo intento
          de añadirse por fin a la gran grieta
          se cristaliza,
          y es como una misma puerta cerrándose
          o una piedra hallando reposo en la arena
          tras haberse deslizado verticalmente por el agua.»

¿No podemos decir que es evidente el desgarro emocional y que ellos son poesía? ¿No está este despliegue bien alejado del tan difundido —y con inquina cargado de connotación negativa— nombre de poesía pop que quiere englobar a TODA la poesía contemporánea?
Oh, sí, claro que la poesía se aleja, se aleja del pasado y se aleja de su presente, toda letra debe alejarse para seguir buscando. Y quien busca encuentra lo buscado, y poco importa quién busque a estos poetas o quién busque a una Irene X., un Carlos Salem, o un Escandar Algeet, o incluso aquellos cantautores que se desvían a ratos hacia la poesía, como Marwan o Diego Ojeda (por decir algunos ejemplos sobre los que suele haber revuelo), sé que existen en la actualidad otros autores que han llegado o han pasado brevemente por el número uno de ventas y de los que no conozco —ni  seguramente conoceré— un solo verso y, la verdad, no lo siento necesario: porque ni defiendo ni aborrezco su poesía, porque no es algo espeluznante que escriban ni que sus poemarios se vendan: son solo una forma de escribir y de ser leídos, como lo son todas las formas de escribir y de ser leídos. No hablo aquí ni de mayor calidad ni de menor, ni de gusto ni de sopor; lo que trato de defender es la tan menospreciada libertad de expresión que, parece, solo logramos recordar cuando nos conviene.
Si en tanto la palabra poesía no es en sí la poesía, ¿para qué intentar definir quién es poeta y quién no lo es? Decía Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego [433]: «La distinción existe entre adaptados e inadaptados: lo demás es literatura, y mala literatura», pero asimismo afirmaba anteriormente [432]: «¿cómo diremos, entonces, que ciertas cosas se encuentran fuera del plan que no sabemos lo que es? Así como un poeta de ritmos sutiles puede intercalar un verso arrítmico con fines rítmicos, es decir, para el propio fin del que parece apartase, y un crítico más purista de lo rectilíneo que del ritmo llamará equivocado a ese verso (…) La distinción es tal vez sutil hasta el punto de parecer sofística, pero lo cierto es que es justa. La existencia del mal no puede ser negada, pero la maldad de la existencia del mal puede no ser aceptada. Confieso que el problema subsiste porque subsiste nuestra imperfección» y esa imperfección es precisamente la de negar que se ha generado un movimiento masivo que ha dado lugar a una nueva poética, y esa maldad que recae continuamente sobre esa existencia es el problema que subsiste. «La ruina de los ideales clásicos ha hecho de todos artistas imposibles, y por lo tanto, malos artistas. Cuando el criterio del arte era la construcción sólida, la observancia cuidadosa de las reglas, pocos podían intentar ser artistas, y gran parte de éstos son muy buenos. Pero cuando el arte pasó a ser tenido por expresión de sentimientos, cada cual podía ser artista porque todos tienen sentimientos.» dice nuevamente Fernando Pessoa [Libro del desasosiego427]. Es decir, todos los artistas actuales son imposibles; es decir, todo esto es una guerra antigua: el miedo al cambio, a la evolución; el desarraigo de que lo nuevo no es lo quisiéramos que fuera o no es lo que disfrutaríamos. El giro de las artes lleva demasiado tiempo dando vueltas sobre una desgastada rueda, ¿no podríamos alguna vez dejar la queja y expandir la mente? Claramente sería un crimen aún mayor dejar de admirar a las viejas secuoyas de la poesía pero ¿comete —en serio— un crimen el que no quiere segar los brotes emergentes?
Sé que este tema no es nuevo en mí, bien pudiera esta entrada ser la inmediata continuación de la anterior, pero es solo porque no quiero más guerra, la guerra es algo atroz—todos lo sabemos— y así voy a cerrar todo esto con el increíble En lugar de un prólogo, incluido en el Réquiem de la ya nombrada Anna Ajmátova:

«En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente no me conocía, tan solo había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):


-¿Y usted puede describir esto?


Y yo dije:


–Puedo.


Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.»



Hay una sonrisa que se dibuja en lo que alguna vez fue el rostro de la poesía: Porque existe una nueva corriente puedo describirlo, porque puedo describirlo continuaré dando esperanza a la escritura, porque todos escriben yo puedo seguir leyendo, porque sigo leyendo hallo lo que busco. Así que ojalá muerte a la guerra, que vaya del solo hacia El Solo, que esté con Dios o con el Diablo —como si está en estanterías de la Fnac, sellados con marca Cátedra o en blogspot—, pero que deje la palabra en la palabra. 
¿Lo recordáis, más arriba, en el ejemplo de la rosa? Yo sé perfectamente hacia qué rosa tiendo… pero esto no es El principito de Antoine de Saint-Exúpery, no hay una rosa única ni debemos cubrir la rosa con una campana de cristal para protegerla a ella y solo a ella, pues —como bien sabrán los lectores de Sylvia Plath—, una campana de cristal puede dar lugar a una vida agónica hasta la muerte.

«¡Silencio, silencio!» —como dijo el anciano rey Lear de Shakespeare (y como también dijeron Larra y muchos otros)—, y que sea el fin del silencio el fin de lo que pretende silenciar.




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