sábado, 20 de enero de 2018

Goethe: Werther y la tragedia del observador.

Dicen que Werther murió de amor, que en las Penas del joven Werther Carlota es el iceberg donde este halla el hundimiento definitivo. Pero sucede que cada vez estoy menos de acuerdo con esta visión pobre y manida de la obra de Goethe.

Carlota no es el iceberg: Carlota es la parte visible, la brizna fácil. Werther tenía algo más profundo e inasible por su extensión: Lo realmente trágico de Werther no fue sentir amor, fue ser un observador.
El observador, el que se ve a sí mismo en un vaho irreal sobre su propia vida, el que llega a esa consciencia deslustrada de su persona: al moho que se implanta sobre una vida que es un mundo tan capaz de distorsionarse y ser doblado hacia abajo. Ese mundo mecánico del que no poseemos el complejo mapa, esa imposibilidad de vida que maniobre con savia propia los engranajes.

«Yo formo parte de los personajes y desempeño también mi papel; mejor dicho, se me obliga a desempeñarlo, se me hace maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano del que tengo más cerca, retrocedo con espanto, creyendo que es de madera.»

Su vida estaba, él tal vez no.
«Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada».

Recordemos que no todo supuso un negativismo de primera página, sino que se trata aquí de una evolución progresiva.
Así en su inicio, las correspondencias que Werther enviara a Guillermo llevaban un rumbo completamente distinto a las letras más avanzadas, el Werther primigenio comenzaba confesando a través de sus cartas sus ganas de «gozar el presente, y que lo pasado sea para mí pasado por completo». Se trataba de un Werther embriagado por la naturaleza, por las plantas, por los pequeños animales, las montañas que le inspiraran calma y vida, la naturaleza continente de todo lo que el mundo pudiera ofrecer: «Cada árbol, cada planta es un ramillete de flores y siente uno deseos de convertirse en abeja, para revolotear en esta atmósfera embalsamada, sacando de ella el necesario alimento».
No, a este Werther no le sucede que se enamora de quien no debe ni puede tener, quiero decir: sucede, pero ni de lejos es lo más reseñable de la obra.
Porque lo que a Werther le sucede es que es solo eso: un observador. Y, lo que es peor: es un observador que analiza lo que observa.

Pero Werther, el observador, quien observara un tallo queriendo ser abeja, acaba por descubrir qué observa y al descubrir destruye. Esto es, se destruye. No puede quedar inocencia en quien ha visto demasiado y, sin inocencia, qué puede quedar salvo el sentimiento vago, el cambiar los tallos que se enredan, frescos y verdes, entre los pies de uno por la desesperanza, esa desesperanza que se talla en lo que entendimos desde un inicio por nuestros pies, los únicos vestigios de ser planta que nos fueron concedidos al nacimiento; qué cuando la locura te arranca, te destierra y ese delirio imborrable te hace suyo.

«Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma, y el escenario de la vida infinita se transforma a mis ojos en el abismo de la tumba, eternamente abierta. ¿Puedes decir «esto existe» cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi nunca sus fuerzas, y se ve, ¡ay! Encadenado, tragado por el torrente, y despedazado contra las rocas. No hay un momento que no te consuma, que no consuma a los tuyos; no hay un momento en que no seas, en que no debas ser destructor; tu paseo más inocente cuesta la vida a millares de pobres insectos; uno solo de tus paseos destruye los laboriosos edificios de las hormigas, y sumerge todo un pequeño mundo en un sepulcro.»


El drama de un observador es que una vez alcanza una realidad que ignoraba, no hay salida posible: Una realidad expuesta en su ser más íntimo no puede salir del cubículo que lo contiene. El infortunio del observador es que conoce los bordes exactos de su bucle, la condena del vivir, los errores continuos, idénticos e inabarcables del yo. No se puede volver a recorrer lo inexplorado cuando ya se conoce. Observar, tocar, alcanzar, todo desvanece el encanto de lo invisible.

«Yo iba y venía sin saber jamás lo que buscaba. Con lo que está distante de nosotros sucede lo que con el porvenir. Un horizonte inmenso y crepuscular se extiende delante de nuestra alma; en él al par que nuestras miradas, se sumergen nuestros sentimientos y, ¡ay!, ardemos en deseos de entregarle por completo nuestro ser, soñando saborear en toda su plenitud las delicias de una sensación grande, sublime, única. Pero cuando hemos corrido para llegar; cuando el allí se ha convertido en aquí, vemos que todo queda como antes, permanecemos en nuestra miseria, encerrados en el mismo círculo, y el alma suspira por la ventura que acaba de escapársele.»

Un soñador, un ser puramente imaginativo es libre de vagar anchamente de un lugar a otro, mientras que el observador que accede a la celda de lo observado, a lo descubierto, ya no podrá moverse un solo paso de sí: el conocimiento le seguirá por más que intente culebrearse. Werther era capaz de soñar en un principio, todo estaba al alcance de los sueños. 
Fue el Werther final quien encontró las barreras.

«Pero, Señor, ¿estará escrito en el destino del hombre que sólo pueda ser feliz antes de tener razón o después de haberla perdido?».

Quiero decir, nuestro joven Werther podría haberlo tenido todo, todo lo que el ser humano —como ser social— considera tenerlo todo, lo necesario para el triunfo: capacidad, talento… Santo Dios, Werther tuvo incluso buenos contactos. Pero qué torniquete cuando la vida supone el exilio de la propia vida, cuando lo que en principio parece capaz de conservarla te hace perder uno a uno los miembros.

La muerte de Werther fue una muerte lenta nacida de esa asfixia, un camino cosido a su propia sombra; despedazándose en las montañas de sus propias huellas, sus pasos al frente no supusieron sino tumultos que fue incapaz de soportar.
Carlota no es más que una anotación a pie de página. Carlota no es más que ese mundo lejano que observa Werther, la acción de los otros no incrementa más que su abstracto y Werther ya no puede retroceder.
Porque Werther era un observador y, aún peor: tenía memoria.

Entonces, lo trágico no es el amor. Quiero decir, no es que no nos enamoremos de quienes no debemos ni podemos alcanzar, hay algo fatídico de por sí en el amor y volveremos a besar, inconscientes, cuestionando el calor tóxico que nos conduce, una vez más, al no futuro que conocemos. Seremos también olvidados, obviados, muertos sin cruces, ni tierra, ni tan solo un beso de adiós que cae por error en nuestro sepulcro. Pero el amor no será sino un sentimiento anecdótico sobre lo insalvable de nosotros mismos. El amor no es, ni de lejos, lo reseñable de nuestras vidas.

Lo trágico, lo realmente trágico, es llevar un Werther dentro, un observador Werther: Un Werther que nos saluda desde los bolsillos, que nos guiña un ojo en las celdas húmedas de nuestras vísceras, un Werther que observa cómo nuestra cabeza nos observa a su vez a nosotros mismos.

La tragedia de la observación es que somos capaces de distinguir con borde preciso la condena de nuestros errores, que perdemos la inocencia del mundo al repetir la letanía de quiénes somos, de toda esa negatividad oculta en nuestros ropajes y míseros gestos. Que vemos el traje más ínfimo de quien nos rodea, la materia que nos cubre, y entonces no hay mentira que pueda salvarnos.

«Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar más. Y, al día siguiente, abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de nuevo el peso de mi miseria.»

En algún sitio de nosotros estamos siendo Werther, estamos dejando caer nuestro aliento sobre el invierno, observando cómo escapa de nosotros lo inmanejable, nuestra vida. En algún momento alguien intentará correr más rápido queriendo adelantar su propia sombra.


Pero no podrá, porque la verdadera tragedia de un observador es ser un observador. Tener memoria.

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