sábado, 28 de septiembre de 2019

Otra Emily Dickinson, ¿es posible?


       Lo que voy a mostraros es una de las cartas de Emily Dickinson, la cual pertenece a sus The Master Letters y es poco conocida. De hecho, Google solo fue capaz de mostrarme una traducción de la misma —bastante mala, por cierto—. No me ha quedado más remedio que ir transcribiéndola desde una conferencia de Laura Freixas —conferencia sobre la que baso la siguiente reflexión—, la traducción es suya y, a mi parecer, bastante más poética y acorde con la figura de Dickinson.

       Poco se sabe realmente de la vida de Emily (El Mito, como la llamaba Mabel Loomis Todd), y poco se sabe de la intención real de estas cartas. Se dice que es imposible fecharlas, aunque la traducción que encontré sí la situaba en el verano de 1861 (yo la situaré, como mínimo, un año más tarde), se dice que no es posible saber si fueron realmente cartas o si fueron borradores de estas (jamás enviados); se especula sobre quién sería o hubiera sido su destinatario (y se barajan dos opciones: Samuel Bowles y Charles Wadsworth), se piensa también que pudieron ser una especie de ejercicio literario, sin más.

       Lo que sí se dice, y todos parecen coincidir, es que tiene forma de carta de amor. Es más, la traducción que os comento la encontré como «carta de amor de Emily Dickinson», no digo más.

       Sin embargo, tras leer y escuchar sobre la excéntrica Dickinson, esa mujer que se fue aislando en su habitación (al estilo de Una habitación propia que proponía Virginia Woolf), rechazando cada vez más recibir visitas (recordemos que para una mujer de su posición social solo existían tres opciones: niña, ángel del hogar (dedicación exclusiva a la casa, marido e hijos) y loca. Sabemos que ya no era niña —por mucho que lo interpretara ante Thomas Higginson cuando este fue a conocerla a Amherst—, sabemos que renegaba de convertirse en un ángel del hogar y recordemos, como señalaba Freixas, aquel verso suyo que decía I'm nobody: «Soy nadie»; esto no nos dejará dudas de qué papel aceptó, de su alejamiento de la vida social (aislamiento) y nos ayudará, además, a comprender mejor el texto que se viene); y viendo lo que esconden sus versos, los subterfugios que había que emplear en la época victoriana si eras mujer para, simplemente, hablar de ciertos temas, he llegado a una interpretación bien distinta. De seguro ningún estudioso de la vida y obra de Emily estará de acuerdo, quizás quien lea este texto tampoco, pero como nunca llegaremos a saber la verdad, yo me he propuesto crear la mía.

       Compartiré primero la carta limpia para que se juzgue sin mácula, después pasaré al análisis.

«A un destinatario desconocido:

       Señor, si viera usted una bala alcanzar a un pájaro y él le dijera que no le han disparado, podría usted llorar ante su cortesía pero, ciertamente, dudaría de su palabra. Una gota más herida en la herida que mancha el pecho de su Margarita. ¿Entonces creería usted? La fe de Thomas en la anatomía era más fuerte que su fe en la fe. Dios me hizo, señor, no fui yo sola, no sé cómo fue hecho. Él construyó en mí un corazón. Pero el corazón se hizo más grande que yo y, como la madrecita con un bebé rollizo, me cansé de sostenerle. Soy más vieja esta noche, señor, pero el amor es el mismo, igual que la luna creciente, si hubiera sido voluntad de Dios que yo respirase donde usted respira ahora, y encontrase el lugar yo misma por la noche, si nunca puedo olvidar que no estoy con usted, y que la pena y la escarcha están más cerca de usted que yo, si deseo con una fuerza que no puedo reprimir ocupar el lugar de Reina, el amor del Plantagenet es mi única disculpa.

       ¿Tiene usted un corazón en su pecho, señor? ¿Está colocado, como el mío, un poco hacia la izquierda? Dice usted que no se lo digo todo, Margarita confesó y no lo negó. Los Vesubios no hablan; los Etnas, tampoco. Uno de ellos pronunció una sílaba hace mil años, y Pompeya lo oyó y se escondió para siempre.

    No sé qué puede hacer usted por ello. Gracias, señor, pero si yo tuviera barba en las mejillas como usted, y usted tuviera los pétalos de Margarita y se interesara por mí, ¿qué sería de usted?

       Pensaba yo que cuando muriese podría verle, de modo que me morí lo más deprisa que pude. Esperé mucho tiempo, señor, pero no puedo esperar más hasta que en mi cabellera castaña haya hebras blancas y usted lleve bastón. Entonces puedo mirar mi reloj y, si el día ha reclinado mucho podemos arriesgarnos a ir al cielo, ¿qué haría usted conmigo si yo llegara de blanco? ¿Tiene usted un cofrecillo para meter dentro a los vivos? Quiero más verle, señor, que todo lo que deseo en este mundo y el deseo, un poco cambiado, será mi único deseo para los cielos.

       ¿Puede usted venir a Nueva Inglaterra, vendría usted a Amherst, querría venir, señor? ¿Margarita le decepcionaría? No, no le decepcionaría, señor, sería un consuelo para siempre solo mirar su rostro mientras usted mirase el mío. Entonces podría jugar en los bosques hasta que cayera la noche, hasta que usted me llevara donde el ocaso no pueda encontrarnos.»



       Tras leerla sí parece de primeras una deliciosa carta de amor, ¿verdad? Pero sucede que hay muchos puntos que me llevan a pensar que no es sino una envoltura, encubrir algo que, en su condición de mujer (y esto era bien sabido por ella), no habría podido decir: Pienso que esta carta podría ir dirigida, en realidad, a Thomas Higginson y que, en ella, se queja, como alguna vez hizo con su amiga Susie (Susan Huntington Gilbert Dickinson, también llamada Sue), de la dificultad que la mujer arrastra en la literatura por el simple hecho de eso mismo: ser mujer.

       Nos situamos en abril de 1862, Thomas Higginson, crítico y editor, publica en The Atlantic Montly una especie de llamamiento (Letter to a Young Contributor) incitando a que envíen sus escritos a la revista. El 15 de abril de ese mismo año, E.D. responderá enviando cuatro poemas.

       Es la primera vez que E.D. envía sus escritos: algo inaudito y, además, aumentado por el hecho de que sea a un desconocido. Sin embargo, no lo hará con intención de ser publicada, sino por el mero interés de saber si lo que escribe, pasado por el filtro de quien supuestamente sabe de literatura, tiene algún valor —«Señor Higginson, ¿está usted demasiado ocupado para decirme si mi Verso está vivo?», escribirá—. No se tiene la respuesta original de Higginson (en el siglo XIX se quemaban todas las cartas recibidas por una persona cuando esta moría), pero por futuras respuestas que E.D. le enviaría, se deduce que este le debió decir algo así como que su poesía era espasmódica, incontrolada.

       Y bien, puestos ya en contexto histórico, entro en harina y voy directamente al texto:

«Una gota más herida en la herida que mancha el pecho de su Margarita». 
Se sabe que E.D. planteaba la cuestión de sexo (hombre y mujer) con la distinción de dos soles: El hombre, el poseedor del poder más pleno, sería el Sol mismo: grande, brillante. Y la mujer, por el otro lado, sería un sol en miniatura, un sol que encontraba Dickinson en el centro de las margaritas. De ahí que se meta a sí misma bajo ese sobrenombre.

«Dios me hizo, señor, no fui yo sola, no sé cómo fue hecho. Él construyó en mí un corazón»
Esto cae directamente sobre un punto ya expuesto con anterioridad, la imposibilidad de las mujeres del siglo XIX para hablar abiertamente sobre temas como el sentimiento amoroso o la sexualidad, una forma que tuvo Dickinson para excusarse fue no echarse a sí misma la culpa: sino hacerlo a la voluntad de Dios. (Cuando Dickinson se describe en una carta a Higginson le confesará que, en su casa, todos menos ella son creyentes).

«Pero el corazón se hizo más grande que yo y, como la madrecita con un bebé rollizo, me cansé de sostenerle» (…) «pero el amor es el mismo, igual que la luna creciente, si hubiera sido voluntad de Dios que yo respirase donde usted respira ahora, y encontrase el lugar yo misma por la noche, si nunca puedo olvidar que no estoy con usted, y que la pena y la escarcha están más cerca de usted que yo» (…) «¿Tiene usted un corazón en su pecho, señor? ¿Está colocado como el mío un poco hacia la izquierda? Dice usted que no se lo digo todo, Margarita confesó y no lo negó».
Son estas palabras, principalmente, las que me llevaron a esta nueva interpretación: la lejanía del tema amoroso y el acercamiento a la queja sobre la falta de libertad que sufrían las mujeres victorianas (aunque tampoco la actualidad ha resuelto bien este problema, ¿verdad?).
El corazón de Margarita se hace más grande, es decir, ya no es un sol en miniatura que yace en el centro, cubierta de pétalos blancos, sino que ha crecido, se ha hecho Sol: se ha hecho hombre. Porque los hombres eran quienes realmente podían escribir y E.D. quería gozar de los mismos privilegios de estos. Estaba cabreada y respetaba muy poco que se diferenciara a la literatura por temas tan banales como ser hombre o mujer. Ejemplos de ello los tenemos en numerosas cartas que le enviaría a su gran amiga Susie:

«Así, ya ves, tengo que escribirte, desde abajo, a ras de tierra, sin atardeceres, ni estrellas; sin una pizca de crepúsculo que convertir en poema — ¡para enviártelo! Pero sí habrá misterio y aventura en el viaje de esta carta hasta tus manos — piensa en los valles y colinas, en los ríos que habrá de atravesar, y en los conductores y revisores que se esforzarán por entregártela lo antes posible; ¿y no compone acaso todo eso tal poema que nunca podrá escribirse?» 
Es decir: Tengo que ser inferior por ser mujer, tengo que disfrazar lo que quiero decir para decirlo.

«Qué haré, Susie — no hay espacio suficiente, ni la mitad siquiera para contener lo que iba a decir. ¿No le dirás al hombre que fabrica las hojas de papel que no le tengo el más mínimo respeto?»

Ese hombre que puede publicar libremente: no fabricar hojas de papel en sí mismas, sino textos literarios, obra.

O, cuando su padre y Susan se encontraban en un congreso en Washinton, al que Emily no pudo asistir (nuevamente, por ser mujer), escribiría con amargura: «¿Por qué no puedo ser yo delegada al gran congreso, acaso no lo sé todo sobre Daniel Webster, y la tarifa y la ley?» (…) «No me gusta nada este país, y no me voy a quedar aquí más tiempo».

Emily señala que, a pesar de las diferencias corporales, su fondo es el mismo, es una persona de mismo corazón, situado exactamente en el mismo espacio del hombre (a excepción de quienes padecen dextrocardia, pero imagino que Dickinson no estaba pensando en medicina precisamente). Se queja y no puede olvidar que sean los hombres quienes pueden hacer gala de ello, que ellos están más cerca de las letras, de la exposición de los sentimientos, que son ellos quienes pueden respirar (y hacerlo con libertad), y hablar de sus penas y sus temores sin tener que usar una máscara, una metáfora, una caja ataúd. «Dice usted que no se lo digo todo» Pero ella, mujer, lo está diciendo, parece que no porque lo esconde con palabras y palabras, pero está confesando ese malestar, esa condena impuesta por la sociedad hacia las mujeres.

«Los Vesubios no hablan; los Etnas, tampoco, uno de ellos pronunció una sílaba hace mil años y Pompeya lo oyó y se escondió para siempre». 
En esta clara referencia a Jane Eyre, obra de Charlotte Brontë, alude al hecho de que la mujer traga y traga sus sentimientos, lleva en su interior la lava y, si alguna vez el volcán explota, es decir, si se atreve a expresarse, la sociedad se encargará de hundirla hasta el momento de su muerte.

«Pero si yo tuviera barba en las mejillas como usted, y usted tuviera los pétalos de Margarita y se interesara por mí». 
Es decir: si yo fuera hombre, ¿se tomaría mi literatura en serio? ¿Se me tomaría al fin en cuenta?

«¿Qué haría usted conmigo si yo llegara de blanco?» 
Una de las excentricidades de Emily Dickinson era vestir siempre de blanco. Se le han dado muchas interpretaciones: de energía (lo que en español traducimos como al rojo vivo en inglés es white heat: ya que al calentar el metal, este se pone blanco), de considerarse un ser fantasmagórico, solitario; se ha dicho que no es más que una referencia a la asociación de la época mujer-blanco como símbolo de pureza, de novia, de monja, de ángel (el Ángel del hogar que E.D. tanto aborrecía y al que no quería sucumbir —a Sue le escribiría precisamente sobre ello empleando esa misma palabra: el miedo que tenía de sucumbir ella misma, de someterse a un hombre, convertirse en su esposa y tener que cuidar de él, la casa, los niños, y nada de ella misma ni de las letras), como una página en blanco y, otras dos que son las que a mí me encajan con el texto: virginidad y mortaja.

    Virginidad porque hasta el envío a Higginson de sus cuatro poemas, Dickinson no había enseñado nada al mundo, mortaja por considerar que está condenada a la muerte porque son letras de mujer. ¿Condenaría Higginson su talento a la muerte, le negaría la crítica por su condición?

«¿Tiene usted un cofrecillo para meter dentro a los vivos?» 
¿Le respondería igual si hubiera sido un hombre? ¿Tiene acaso la intención de responder si sus poemas están vivos, puede al menos criticar a los que respiran, aunque sea mujer?

«Esperé mucho tiempo, señor, pero no puedo esperar más hasta que en mi cabellera castaña haya hebras blancas y usted lleve bastón, entonces puedo mirar mi reloj y, si el día ha reclinado mucho podemos arriesgarnos a ir al cielo» (…) «Entonces podría jugar en los bosques hasta que cayera la noche, hasta que usted me llevara donde el ocaso no pueda encontrarnos». 
¿Podría Emily esperar a que la sociedad cambiase?
Para Emily, como escribiría en otra de sus correspondencias con Susan, correr en los bosques aludiría a la infancia, el único periodo en el que, para ella, una mujer podía ser libre. ¿Viviría alguna vez una sociedad que le diera tal libertad, la misma que a los hombres? Ojalá hubiese sido niña y siempre niña, donde la oscuridad que acecha con la edad madura: la sumisión al hombre, el ocaso, no la alcanzara nunca.


«Quiero más verle, señor, que todo lo que deseo en este mundo y el deseo, un poco cambiado, será mi único deseo para los cielos. ¿Puede usted venir a Nueva Inglaterra, vendría usted a Amherst, querría venir, señor? ¿Margarita le decepcionaría? No, no le decepcionaría, señor, sería un consuelo». 
No hay nada que deseara más que eso, un ocaso que no alcanzara nunca más a ninguna mujer: quería la libertad, un deseo un poco cambiado, cambiado de sexo: de que en lugar de ser solo para el hombre, fuera para ambos.
¿Podría el hombre ponerse en los pies de Emily, llegar a donde vive como vivencia de sí misma, como mujer (cuando le dice si llegaría a Nueva Inglaterra, a Amherst), y leerla como leería si no supiese quién es, si pensara que es un hombre? Encontraría que no por ser quien es, lo que es, el lector se decepcionaría, pues las mujeres pueden escribir tal como escriben los hombres y, si esta memez de diferenciar se diluyera, sería un gran consuelo.
Porque entonces todas las mujeres podrían.

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